sábado, 11 de septiembre de 2010

Amor caprichoso.

La retahíla de complicaciones y traumas de aquellos siniestros años del divorcio se vio multiplicada por el drama de David, el tío de que me enamoré justo cuando decidí poner fin a mi matrimonio. ¿He dicho que me enamoré de David? Lo que quería decir es que salí a gatas de mi matrimonio y caí en brazos de David, como una acróbata de circo que salta de un trampolín, cae dentro de un pequeño vaso de agua y desaparece. En plena fuga matrimonial me agarré a David como si fuese el último helicóptero de Saigón. Volqué en él todas mis esperanzas de salvación y felicidad. Y sí, me enamoré de él. Pero, si pudiese usar una palabra más fuerte que "desesperadamente" para descubrir cómo quería a David, la usaría porque el "amor desesperado" siempre es el más bestia.

(...)

Lo cierto es que me había hecho adicta a David y ante su falta de atención cada vez mayor yo empecé a sufrir las consecuencias fácilmente previsibles. La adicción es típica en todas las historias de amor basadas en el encaprichamiento. Todo comienza cuando el objeto de tu adoración te da una dosis embriagadora y alucinógena de algo que jamás te habrías atrevido a admitir que necesitabas (un cóctel tóxico-sentimental, quizás de un amor estrepitoso y un entusiasmo arrebatador). Al poco tiempo empiezas a necesitar desesperadamente esa atención tan intensa con esa ansía obsesiva típica de un yonqui. Si no te dan la droga, tardas poco en enfermar, enloquecer y perder varios kilos (por no hablar del odio al camello que te ha fomentado la adicción, pero que ahora se niega a seguir dando eso tan bueno, aunque sabes perfectamente que lo tiene escondido en algún sitio, maldita sea, porque antes te lo daba gratis). La fase siguiente es la de la escualidez y la temblequera en el rincón, sabiendo que venderías tu alma o robarías a tus vecinos con tal de probar eso una sola vez más. Mientras tanto, a tu ser amado le repeles. Te mira como si no te conociera de nada, como si jamás te hubiera amado con una pasión fervorosa. Lo irónico del asunto es que no puedes echarle la culpa. Porque, vamos, mírate bien. Eres un asco, un ser patético, casi irreconocible ante tus propios ojos.

Pues ya está. Ya has llegado al destino final del amor caprichoso: la más absoluta y despiadada devaluación del propio ser.


Come, reza, ama.
Elizabeth Gilbert.


--------------------


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Huellas

Vistas de página en total